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El reencuentro

Agustín llegaba tarde a su cita. Eran más de las cinco y media de la tarde y el autobús en el que viajaba había acumulado un considerable retraso, cuando se apeó y se dirigió por la calle más próxima. Quería haber llegado el día anterior, así lo había planeado ya que era muy importante, pero las conexiones en D.F eran complicadas y finalmente tuvo que hacer noche en un hotel de la capital.
«Luisito y su retiro», pensó Agustín mientras recorría el camino cuesta arriba. «Mira que venir a vivir a este pueblo en medio de la nada. Pero claro, siempre fue muy suyo, y siempre hacía lo contrario de lo que le decían: que si por ahí tirando barra, que lo que tenías que hacer es buscar un oficio… y al final resultó que él era el que tenía razón».
Agustín conocía el pueblo. Ya había visitado a Luis varias veces en su casa. Aunque hacía varios años que no había podido volver. Recordaba las calurosas tardes a la sombra, el sabor de las comidas preparadas por Elisa y el sonido de la guitarra acompañado por las risas de todos.
Finalmente allí estaba frente a Luis, su viejo amigo. Agustín y Luisito, una amistad de más de 50 años. Se conocían desde antes de las riadas del 67, aquellas que se llevaron por delante lo poco que podía unir a Agustín al México de aquel entonces. Pocos años después se fue a Europa escapando del vacío que sentía.
—¿Qué hay Luisito? —fue lo primero que dijo—. Un largo viaje, sí. Yo ya no estoy para estas cosas. Menudo viajecito.
—Esta carretera no la van a arreglar nunca, sigue igual que siempre, que pendejos… ¿qué más se puede hacer?
—En fín… ¡Cuánto tiempo ha pasado! No te imaginas cómo están las cosas por allá. Cada día peor, a veces pienso que me tenía que haber quedado aquí, como tú hiciste. No es que la vida me haya ido mal, ni mucho menos ya lo sabes, pero allá estás como que no eres completamente de allá, ¿comprendes? Y fíjate los años que han pasado. Luego, cuando vuelvo aquí tampoco soy de aquí del todo. Es una especie de soledad que llevo a cuestas. Gracias a Dios tengo a mi familia. Están todos bien y te mandan recuerdos, sí.
—¡Pero qué vida esta! Aquí hablando de estas cosas después de tanto tiempo —Reflexionó mirando al cielo.
—Lo tuyo fue más fácil; siempre bien rodeado pese a todo. Tienes tu reconocimiento, y bien merecido. ¿Quién no oyó hablar del gran artista Luis Torroso? Yo allá siempre digo que eres amigo mío, hasta a las personas que no te conocen les digo: ¿saben? Yo soy íntimo de Luis Torroso, el mismo. A muchos les da igual, no les interesa lo que hace o deja de hacer un pinche güey mexicano que está bien lejos de ellos, pero decirlo es como un orgullo para mí. A pesar de la distancia, siempre te sentí como un hermano, y cada vez que nos vemos parece que nos hayamos visto el día anterior —Así hablaba, mientras el atardecer se descolgaba por las montañas cercanas.
—Eso creo —Añadió firmemente—. Pero de una forma o de otra, los dos hemos sido felices.
—Ah, por cierto, mira lo que traje —dijo mientras sacaba una vieja fotografía y la desdoblaba delante de su amigo—, aquí estamos los dos antes de que me fuera a vivir a Europa. La foto que te dije cuando hablamos por teléfono —añadió apresurado—. Te la tenía que traer porque quiero que la tengas tú, es algo que te debo —E hizo una breve pausa.
— Sí, cuántos recuerdos en esta foto. Tú siempre fuiste igual que entonces, por el contrario a mí los años me cambiaron.
En la fotografía aparecían dos jóvenes montados en una moto y sonriendo a cámara. En la parte trasera de la fotografía estaban escritos unos versos:

Amigo mío.
Cruzas el océano,
vuelas, nadas, caminas,
pero no te digo adiós.

—Quería haber llegado ayer, haberlo hecho como tiene que ser. Hoy ya lo quitaron todo claro, me hubiera gustado verlo —Continuó. Mientras hablaba, se fue agachando y dejó la fotografía apoyada en la losa. Suspiró y se levantó. Miró a su amigo con infinita tristeza.
—No sé qué más decirte, llegué tarde ya lo ves, pero tú… Tú siempre llegaste a tiempo a todo, incluso ahora, aquí estás, antes que yo.

Llegaba la oscuridad. Algunas velas iluminaban el cementerio. La tumba de Luis Torroso estaba en la penumbra. La sombra de Sebastián se recortaba en el suelo. El único adorno que decoraba la tumba era una fotografía de dos jóvenes que habían vuelto a reencontrarse de nuevo.

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